¿Por qué marchamos hoy?

¿Por qué marchamos hoy?

 

Cuando tuvimos el primer impulso de escribir esto pensamos “¿otra nota más sobre este tema? Mejor no, ya escribió mucha gente, va a ser repetitivo”. Pero a los minutos nos arrepentimos.

Cuando teníamos ocho años dos amigas nos contaron que un hombre vino y les mostró sus genitales en pleno día y por la calle Durazno. En su momento, con inocencia, pensamos “qué asco” y comprendimos y abrazamos el llanto por lo que pasaba.

Nuestra hermana llegó a la escuela asustada. Nosotras, más chicas, no entendíamos nada. No habíamos visto nada. Claudia, la directora, entendió todo. Después se supo quién había sido el tipo que en la esquina de la escuela, nos había querido mostrar su pene.

A los doce fuimos al cine con la familia, y nos tocó sentarnos últimas del grupo, al lado de un desconocido. El se creyó con derecho de manosearnos, y durante un tiempo nos tocó la pierna hacia arriba. No supimos qué hacer, y cuando no aguantamos más nos fuimos corriendo al baño. Nos quedamos todo el resto de la película llorando encerradas.

Volvíamos del liceo, llegando a la casa. En la esquina, un tipo parado en la moto nos mostró la pija haciendo alarde de todo lo que quería hacer con ella. Al llegar la abuela no preguntó, y nos abrazó.

La primera vez que nos tocaron, en el sentido más íntimo de la palabra, fueron un montón de desconocidos en el baile. Decenas, cada vez. Era lo que se hacía. Y nos lo teníamos que bancar. Caminar y sentir manos en el culo, las tetas, la vagina. Manos invasivas, manos que agarraban. Recordamos la ira de un amigo, al que se lo confundieron con nena por tener pelo largo y lo tocaron. Le resultó indignante y de rabia amenazó a todos los presentes. No porque fuera una práctica nociva, sólo porque le tocó a él. Un varón.

Ya grandes, con veinte años, cruzando la esquina de casa, en pleno Avenida Brasil, nos tocaron el culo con indiferencia e impunidad.

Innumerables veces nos hablaron al oído, invadiendo toda nuestra intimidad, rozando sus labios con nuestro cuerpo, con palabras que no fueron pedidas, y que producen asco y rabia.

Durante años elegimos rodear zonas de la ciudad por evitar que nos gritaran cosas. Por mucho tiempo nos avergonzábamos, nos condicionó la forma de vestir, incluso sentimos culpa al recibir lo que por mucho tiempo se entendió como piropo, pero llamémoslo por su nombre, es acoso callejero.

La adolescencia y los nervios nos llevan a tomar con gracia eso. Una gracia que no tiene. Pero duele. Nos humilla. Tanto, que ahora, no nos olvidamos de cada uno de esos momentos, con seis, doce o dieciséis años, sino que los recordamos con impotencia y angustia.

Hoy entendemos que el que nos acosa no es solamente un tipo que está mal de la cabeza, sino que es fruto de esta sociedad que nos crió a todos así. Desde la idea de que las mujeres somos objetos sexuales o partes de una maquinaria de limpieza. Siempre al servicio del macho. Hoy que entendemos el entramado de todo esto ya no sentimos culpa ni vergüenza, sino bronca.

A mediados de nuestros veintes hemos consumido drogas, nos hemos tomado taxis borrachas, hemos caminado solas por la noche, hemos tenido novios, hemos dormido con tipos que acabábamos de conocer. Y lo único que nos diferencia de las diecisiete mujeres que han muerto por culpa del patriarcado en el correr de este año en Uruguay es la suerte y la casualidad. Porque en el resto de los aspectos, somos todas partes de la misma sociedad machista que permite que nos maten, nos violen y nos puedan decir lo que quieran por la calle, solamente por ser mujeres.

Hace unos días discutíamos cuál es la mejor actitud cuando te gritan por la calle. Algunas decían que lo mejor era ignorar, otras que era mejor responder, algunas desde la bronca, otras desde la tranquilidad. Cuando logramos animarnos y les respondemos, siempre surge la sorpresa, seguida muchas veces de la indignación. Es que claro, nuestro rol es ser sumisas y dar placer unilateralmente. ¿Cómo no nos va a gustar que nos manoseen? ¿cómo vamos a hacernos oír, y decirles que paren? Y mientras discutimos qué es lo mejor que podemos hacer nos preguntamos ¿por qué tenemos que estar desarrollando estrategias frente a ésto?

Tal vez no resulta importante el sistemático abuso a niñas y mujeres, el hacernos sentir que somos menos dueñas del espacio público, frente a los feminicidios. Pero la realidad es que es todo parte de lo mismo. Responde a la misma idea de disponer sobre nosotras, nuestros cuerpos y nuestro destino.

Por eso nos sentamos, en nuestras casas, nuestros trabajos y en el ómnibus, a escribir esto, a contar lo que nos atraviesa a todas tan diferentes pero tan iguales. Por eso en plural. Y sí estamos escribiendo otra nota sobre más este tema. Porque sí es necesario seguir hablando, seguir escribiendo, seguir dando la discusión en todos los espacios. Porque mientras sigamos teniendo que idear estrategias para ejercer el derecho básico a la libre circulación, éste no es un tópico de discusión agotado. Mientras nos sigan golpeando, violando, matando, vamos a seguir insistiendo.

No lo minimices, no te rías y sobre todo, no nos demonices cuando estamos luchando. Este tema nos implica a todos y a todas. Desde lo más profundo de nuestro humanidad. Por eso marchamos. Hoy y siempre que sea necesario. Vamos a marchar por todas, por nosotras. Vamos a marchar para que nunca más sea necesario marchar.

Cecilia Bello, Julia Irisity, Martina Sanguinetti.